“El Barón” del boxeo

“El Barón” del boxeo


Daniel González Barón es entrenador de boxeo y pregunta en la entrada de su casa en el barrio Olaya: “¿Quién es capaz, en dos semanas, de escoger a un ‘pelaito’ de seis años, enseñarle cómo pararse, cómo poner los brazos en guardia, cómo lanzar los brazos y manos y subirlo a un cuadrilátero a darse trompadas?”.
El bochorno del mediodía y el vaho de agua de alcantarilla, que corre por los destapados caminos del sector Playa Blanca, se mezclan en un penetrante olor.
Desde 1994, González espera todas las mañanas y tardes, de lunes a viernes, a sus discípulos. Antes de comenzar la rutina del entrenamiento responde: “‘Compa’ lo mío es una cátedra. No necesito cartón universitario, que más necesito con todo lo que aprendí boxeando”.
Neder Pérez y Elías Mosquera llegan descalzos y entran por la estrecha sala de la casa que tiene el piso de tierra. Hay un hervidero de moscas y un hacinamiento de enseres y ollas tiznadas. “Adelante”, dice María Cabarcas, esposa de González. Tiene en las manos un plato de un arroz con “cucayo”. Está agachada en la entrada del patio y mira la olla en un fogón de leña.
Johny Vásquez y Marcos Crismatt también esperan la orden de comenzar. Habían saltado las cercas de madera reciclada del patio de cuatro metros cuadrados, de suelo fangoso y verdín, rellenado de escombros y aserrín, donde hay una perra recién parida, tres cerdos, seis gallinas, una letrina, 11 neumáticos viejos, ropa tendida y dos esqueletos de mecedoras de hierro.
Colgados de un árbol de mangle blanco está amarrados al tronco a cuerdas: dos boyas de barco, que hacen de sacos, y tres peras, entre las cuales los niños lanzan sus puños. “He construido mi casa y tengo implementos de boxeo gracias a la venta de los puercos y las gallinas”.
“El Barón” regresa adentro de la casa de paredes de ladrillos rojos y sin pintura y muestra como administra la pobreza. De seis maletines viejos y empolvados, colgados detrás de la puerta, guarda botas, zapatos, dos pares de cabezotes, seis pares de guates remendados, pantaloneta, cocas (protectores de testículos), batas, que solo las pueden usar los niños en los torneos, y tres sacos. Los implementos los ha obtenido por donaciones y regalos de amigos.


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Dos entrenadores de la región reciben una compensación oficial por captar talentos para el boxeo aficionado: José de La Cruz Zúñiga, en Arjona, y William Herrera en La Boquilla, que tiene un contrato con el Instituto Distrital de Recreación y Deportes (IDER).
De la Cruz asegura que la alcaldía le contrató por 561 mil pesos. “Y el dinero solo me alcanza para pagar los servicios. Por mi capacitación en cursos nacionales e internacionales merezco ganar más”.
Martín Valdés y Agustín “Baby” García, entrenadores de las selecciones Bolívar, después de dos años (2005-2006), recibirán una “bonificación” antes que finalice el año. Así le llama Gustavo Morales, presidente de la Liga, al dinero (entre uno y tres millones) que anunció Dumek Turbay, gerente del Instituto Departamental de Deportes (Iderbol) y entregará entre noviembre y diciembre.
Morales aclara que no es un “sueldo”. “Solo hasta febrero se podrá decir si habrá contratación de técnicos para el 2007”.

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El boxeo ha sido deporte de arraigo en Cartagena y los barrios marginados son caldo de cultivo. De la miseria han surgido casi todos los boxeadores aficionados y profesionales de Colombia, incluido los 33 campeones mundiales. El niño que se pone los guantes lo hace por condición natural y pelear es una expresión en su entorno hostil.
González comienza su instrucción. Ha dado la orden de saltar sobre los neumáticos. En sus manos tiene dos rústicos guanteletas que elaboró para protegerse del impacto de los guantes y se prepara para recibir la seguidilla de manos. Neder, Johny, Elías, Marcos y Daniel “El Pichi”, el más pequeño e hijo de “El Barón”, lanzan sus puños. “Tira las manos. ¡Vamos qué pasa! Tienen nervios. Gira la mano con el guante. Es como si tocarán el pellejo. Es para cortar” grita el entrenador.
“Profe ¿por qué insiste en lo mismo?”, pregunta Neder.
“Así es que entrenan los verdaderos boxeadores. No los trato mal. Lo que pongo es carácter. Uno no sabe qué clase de pelao coge”.

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Es domingo y “El Barón”, como le conocen a Daniel González, reposa. Tiene los ojos negros, cansados, del que duerme poco. Pesa 50 kilos, mide un metro 60, sus brazos son largos, venosos, y las piernas delgadas sostienen un torso robusto.
Había comenzado la jornada a las 2 de la madrugada en el mercado de Bazurto, donde cargó 15 bultos de papá y 10 de plátanos, de 33 kilos cada uno, cebollín, cajas de tómate y de maracuya y las llevó hasta el camión que partió con él y la provisión a un abasto en El Pozón.
Con el alba, la avenida El Lago en su agite y el olor agrio del mercado despertando, Daniel regresó en el camión a Bazurto con 10 mil pesos que le pagaron por el oficio. “A veces puedo reunir 14 mil pesos, lo importante es asegurar la comida del día, la papa mía y hasta para los pelaos. Aquí vienen niños que si no tienen que comer, compartimos el almuerzo de mi familia”.
Daniel precisa que nació el 20 de julio de 1948 y siendo un niño abandonó a su natal Arboletes, Antioquia, para criarse junto a sus tías en Cartagena en el barrio El Bosque. “Fui boxeador de la Caldera del Diablo en Chambacú y siempre como aficionado desde 1960. Eran los tiempos en los cuales había peleas sin cabezote (protector de la cabeza) y los profesionales combatían 15 asaltos”.
Ni un rasguño, ni una cortada en la cara quedaron de su paso por los cuadriláteros, pero tiene el tabique deformado. El tatuaje borroso de un Cristo en el pecho es el recuerdo del servicio militar en 1965 en Manizales, Caldas. Aclara que sí hay marcas, pero de los “agites” con vecinos. “Me he dado machete con los rateros del sector”.
Un día un vendedor ambulante de helados pasaba por Playa Blanca, le miró el pecho y le grito: “Usted es un ignorante de la vida”. “¿Y sabe a quien está tratando de ignorante?. Espérame ahí”. Cogió un garrote y le pegó en las costillas. “Dime otra vez. Crees que porque llevas unas citas de la Biblia en tu carrito de helado tienes la salvación segura. Te aseguro que yo estaré en el Reino de Dios primero. Trabajas y te ganas 30 ó 40 mil pesos toda la semana para dárselo a un pastor. Ese dinero ni a tu mujer ni a tus hijos se lo das”.
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Orlando De La Hoz, Aníbal González y Daniel González son los únicos que entrenan por amor al arte en sus barrios. Gustavo Morales les reconoce su capacidad para buscar futuros púgiles, pero deben capacitarse. “Son líderes del deporte en su comunidad. Sabemos que se han resentido porque a veces no se les tiene en cuenta a ellos y a sus dirigidos en las selecciones. Hoy están por fuera del sistema nacional del deporte porque no están organizados como club. Insistiremos en que se preparen para ser entrenadores de boxeo estilo olímpico o monitores”.
Dalmiro Díaz, ex entrenador de boxeadores aficionados, afirma que abandonó a los amateur, que son base del profesional, para entrenar a los profesionales. “Hay que buscar donde está el billete. La Liga ni las autoridades deportivas defienden la causa nuestra. Hay deportistas por los entrenadores”.

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“Le dije alguna vez a mi hijo que iba a tener un club de boxeo”, cuenta González y señala a “El Pichi”, de 15 años. “‘Papi no creo’, me dijo alguna vez y le respondí: ‘te voy a probar, antes de morirme que sí”. “Pichi” le lanza una mirada con ojos de confianza y picardía: “Papi de verdad cumpliste”. Hoy es uno de sus futuros púgiles.
Daniel fundó el club Luzdary por una promesa de padre a hija. Así se llamaba su hija que fue violada y asesinada en abril de 2003. Tenía seis años cuando fue encontrada en la bonga en la subida a La Popa. Había desaparecido del gimnasio Chico de Hierro. “Si te llega a pasar algo te prometo que sigo con mi boxeo y contigo”, le dijo en una de las reuniones y veladas boxística que compartieron.
La imagen de la niña morena, vestida de blanco, cabello seco y ondulado, que cuelga de la pared de la casa, le hace quebrar la voz. “Esperaba a los boxeadores, les decía después de sus combates en qué fallaron. ‘Tienes que meter más las manos, el upper de izquierda. Mira que estaba ahogando’, decía. La llevaba a todas partes, al coliseo Bernardo Caraballo, Hotel Hilton, donde hubiera boxeo y siempre estaba pendiente de los niños que no querían entrenar. Hasta sus casas los iba a buscar”.
La desaparición de la menor dividió a la familia. Nadie quería saber de boxeo. Asegura que María Cabarcas lo ha echado más de tres veces, aunque su compañera lo niega. “No puedo evitar que sigan entrenando niños, pero no volveré a ver una pelea. Es lo que le gusta y se lo respeto”.
Adalberto Martínez, licenciado en matemáticas, tío de Daniel, le define como un ejemplo “digno de imitar”. Fue testigo de cómo inició su sobrino en 1994. “Su lucha es la del hombre que sueña, a pesar de que no recibe reconocimiento”.
Daniel insiste que espera un halago. No exige y asegura que está legalizando su club. “Es con plata porque hay que hacer un papeleo. La Liga me debería ayudar. A veces me dicen que lleve mis pelaos a entrenar al Bernardo Caraballo, pero no tengo dinero. Son mínimo 8 mil pesos para el bus y de dónde los saco”.
La esperanza no muere. Muestra los tubos oxidados y las cuerdas para montar un cuadrilátero hechizo arrumados en uno de los dos cuartos de la casa. “Ya tengo el primer campeón nacional con Johny que ganó en Montería en octubre. Mi trabajo es para tener boxeadores con ‘cojones’ y para que algún día mi familia esté bien. Por ahora veré si hago más cría de mis animales. Tengo que terminar el rancho para morirme tranquilo. Uno trabaja es para los hijos y pa’ la muje y de pronto para un campeón mundial”.

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